Han pasado más de 40 años de la tragedia en la colonia Alemán, aquel día en que la caída de una avioneta acabó con unas vidas
MÉRIDA.- Corría la tarde de aquel viernes 24 de septiembre de 1976, los vecinos de la colonia Alemán disfrutaban del día y algunos niños jugaban en el parque, cuando de pronto la calma se esfumó ante la caída de una avioneta.
Eran las 5:34 de la tarde, Miguel Sahuí Peniche conversaba en la puerta de casa de su mamá, a quien acostumbra visitar todos los días al salir de su trabajo en el Seguro Social. Los vecinos paseaban a sus perros, jugaban con sus hijos, y hacían lo cotidiano.
Miguel estaba a punto de irse a su hogar y subir a su automóvil, cuando el estruendo de la avioneta anunció la tragedia. A dos o tres cuadras cayó la nave, por lo que sin dudarlo el vecino subió a su vehículo y fue a la escena.
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Una avioneta había perdido altura en su errático vuelo, la aeronave dio varias piruetas, desprendió cables del alumbrado público, golpeó una palmera de la avenida, se estrelló contra el enverjado de una casa y se desplomó en el jardín, produciendo un ruido estremecedor.
Sahuí fue el primero en llegar y dar fe de la escenografía dantesca —cuerpos desgarrados, hierros retorcidos, dolor, muerte— de un accidente insólito.
Bitácora de la tragedia
El vuelo trágico de 1976 está envuelto en dudas. El aparato, un Cessna rojo y blanco de un solo motor y cuatro plazas, sale del aeropuerto a las 5:34 de la tarde en un viaje de paseo con seis personas a bordo. La intención es regresar pronto, porque la noche está cerca y la nave no tiene equipo para volar en la oscuridad.
Según testigos presenciales, el aparato ejecutó peligrosas maniobras a muy poca altura sobre la colonia, vuela como un pájaro herido momentos antes de estrellarse. De los seis ocupantes, Gabriel Tec Buenfil y Miguel Humberto Garma Cetina mueren en el lugar del choque y el piloto Mario Novelo Méndez y Jorge Alcocer Trava horas después. Los otros, Carlos Campos Manzanilla y Roberto Ramos Quiroz, sobreviven de milagro.

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También surgió una versión en la que apuntaba que los ocupantes de la nave estuvieron ingiriendo bebidas embriagantes —en una lonchería que, ironías de la vida, se llamaba “El último vuelo”— antes de emprender el ascenso. Las primeras pesquisas tampoco pueden esclarecer quién manejaba el aparato a la hora del accidente.
Los pormenores
El lunes 12 de septiembre de 2016, cuarenta años después, Miguel Sahuí se paró en el mismo lugar del accidente —la casa N° 247 de la calle 23 A con avenida 22, en la que todavía vive la familia Bastarrachea— y comparte lo que recuerda de ese día funesto.
“Bajé de mi auto con un extinguidor y traté de apagar un pequeño incendio, un chisporroteo, que se había iniciado en el motor. En un extremo del jardín estaba el cuerpo sin vida de uno de los ocupantes de la avioneta, que seguramente salió expulsado al momento del choque y se estrelló contra el muro de la casa. Sentado en el camellón, con la cara ensangrentada, un albañil apodado ‘El Pájaro’ se reponía de un golpe en la frente que le propinó una parte que se desprendió del fuselaje. ‘El Pájaro’ sólo pasaba por allí, no viajaba en la avioneta. Al rato, sin decirle nada a nadie, se marchó por su propio pie”.
Instantes después, continúa su relato, llegó el ingeniero Jorge Morales, quien lo ayudó a extraer a los accidentados de entre los humeantes despojos del aparato. Sacaron a tres, dos de ellos con vida.
“En la guía de la avioneta no estaba el piloto Mario Novelo, sino una persona a quien yo conocía como ‘El Cocinero’ (Tec Buenfil), quien al verme comenzó a llamarme con gritos desgarradores: ‘¡Sahuí, Sahuí, ayúdame!’. Lo abracé y lo empecé a jalar, pero era inútil, tenía las piernas atrapadas entre los hierros retorcidos. ‘¡Un machete, un cuchillo, un serrucho!’, yo quería cortarle las piernas porque el fuego comenzaba a invadirlo todo”.

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“Pedí ayuda, pero ni entre dos lo pudimos sacar. El pobre hombre pegaba espantosos gritos de dolor, que hasta hoy escucho aquí”, dice señalándose la cabeza. “Hice todo lo que pude, pero el fuego me quemó un brazo y lo solté. Le dije: ‘Me rindo, vete con Dios’. Murió poco a poco, retorciéndose entre las llamas, sin dejar de gritar hasta que quedó carbonizado”.
Héroes anónimos
A esa hora ya había cientos de vecinos que luchaban contra el fuego con cubetas y mangueras. “Corrimos a Komesa (uno de los primeros supermercados que hubo en Mérida) a comprar refrescos para sacudirlos y combatir las llamas con el gas”, comenta un señor de apellido Correa, quien, dice, jugaba fútbol en el parque y vio cómo la avioneta pasó dos o tres veces a muy baja altura.
“Tengo la impresión de que intentó aterrizar en el parque, pero estaba atiborrado de gente y hubiera provocado una matanza”. Sahuí Peniche es la cara visible de muchos vecinos de la colonia Alemán que, a riesgo de su seguridad e incluso de su vida, se movilizaron para evitar que la tragedia fuera mayor, muchos de ellos no sabían siquiera que eran capaces de reaccionar como lo hicieron en esa situación límite.
“Nosotros apagamos el fuego a cubetazos. Cuando llegaron los bomberos, las llamas estaban bajo control”, dice. Había el temor de que el aparato explotara porque había cientos de personas en el sitio. “Entre varios desprendimos las alas, porque sabía que allí estaba el combustible, y las llevamos lejos. Al rato llegó un señor que dijo ser el dueño a reclamarme: ‘Oiga, ya me destrozó la avioneta…’ En respuesta le mostré la escena y le dije: ‘Mira cómo está todo…. ¿No crees que vale más una sola vida humana que tu avioneta?’”.
Sahuí Peniche no volvió a saber nada de los dos sobrevivientes ni del ingeniero Morales, aunque con cierta frecuencia se reúne en el café con Jorge Novelo Méndez, hermano de Mario, el piloto fallecido. “Recordamos cada aniversario en silencio, leemos los recortes del Diario, conversamos”.
Respira hondo y prosigue: “El recuerdo de la tragedia se te queda grabada, es imborrable, pero no puedes dejar que te domine, la vida sigue. Además, sé que hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos para evitar que el desastre se convirtiera en algo peor”.
